Fuera hay un estruendo continuo, un rumor constante que atrapa los tímpanos con una hipnosis vacua. Unas cuantas hojas anaranjadas sobrevuelan unos metros a ras del suelo, arrastrando su descomposición con ellas. Las nubes no terminan de ponerse de acuerdo sobre si hacer una orgía de relámpagos, o alejarse hacia otro lugar más lleno de vida a la que regar. Para cuando nos hemos dado cuenta llevamos media hora mirando por la ventana. La gente pasa. Y parece que todo se mueve menos el lápiz sobre la hoja de papel.
Pero entonces ocurre. Nos fijamos en algo, sin querer, inconscientes de la siguiente sinápsis que tendrá lugar en nuestro cerebro en blanco. Clic, una descarga de electricidad y aminoácidos que provocan una idea en alguna neurona remota de nuestra máquina sesuda. ¿Eureka?
Pero en realidad sospechamos que no ha sido fruto de nuestro genio. El azar, las musas, ¿quién sabe? Quizá sea sólo que la idea a venido a nosotros... no al revés. En un principio no la dejamos entrar, hay mil barreras que impiden una mínima lucidez productiva. La primera, la de la atención. La segunda, el discernimiento. La tercera, el entendimiento. La cuarta, la aceptación. La quinta, impregnación. Como las capas de una cebolla. ¡Somos cebollas! Claro... puede que el número de capas varíe según la persona.
Pero... ¿las cebollas no hacían llorar?
No hay comentarios:
Publicar un comentario